Diario de una semana en la vida y muerte de Beirut
ROBERT FISK
THE INDEPENDENT
Beirut, 22 de julio. Es la primera vez que en verdad veo un misil en esta guerra. Vuelan demasiado rápido o uno está muy ocupado en correr como para detenerse a mirarlos, pero esta mañana Abed y yo vimos en verdad uno que atravesaba el humo arriba de nosotros. "¡Habibi (amigo mío)!", grita. Yo le respondo: "¡Da vuelta, da vuelta!", y nos alejamos por nuestra vida de los suburbios del sur. Al dar vuelta a la esquina hay una explosión y una montaña de humo gris surge de la calle que acabamos de dejar. ¿Qué ocurrió a los hombres y mujeres que vimos correr por su vida del cohete israelí? No sabemos. En los ataques aéreos, todo lo que uno ve son los pocos metros cuadrados que tiene a su alrededor. Uno sale, sobrevive y es todo.
Llego a mi departamento en el Corniche y veo que no hay luz. Pronto, sin duda, cortarán el agua. Pero me siento en el balcón y reflexiono que no estoy arrumbado en un sucio hotel de Kandahar o Basora, sino en mi propia casa y que despierto cada día en mi cama. Los cortes de energía, el miedo y la falta de gasolina ahora que Israel bombardea estaciones de servicio significan que se ha ido la retahíla de vehículos que rugen y suenan bocinas afuera de mi casa hasta las 2 de la mañana. Cuando despierto en la noche, escucho las aves y las olas del mar Mediterráneo, y el suave mecer de las hojas de las palmeras.
Esta tarde fui a comprar víveres. Ya no hay leche, pero sí agua, pan, queso y pescado en abundancia. Cuando Abed se estaciona para que yo baje, el conductor de la 4 por 4 que va detrás pone la mano en el claxon en forma permanente y, cuando salgo del automóvil, me lanza las palabras Kess uchtak (Chinga a tu hermana). Es la primera vez que me maldicen en esta guerra. Por lo regular los libaneses no insultan a los extranjeros; son personas corteses. Extiendo la mano con la palma hacia abajo y la volteo hacia arriba en la forma que tienen los libaneses para preguntar "¿qué pasa?", pero el otro se aleja. De todos modos, no tengo hermanas.
Lunes 17 de julio. El teléfono aún funciona y mi móvil empieza a gorjear como periquillo. Demasiadas llamadas son de amigos que quieren saber si deben huir de Beirut o de Líbano, o de libaneses que están fuera de Líbano y quieren saber si deben regresar. Escucho rugir las bombas en la zona de Hezbollah, en los suburbios del sur, pero no puedo responder esas preguntas. Si aconsejo a los amigos que se queden y los matan, seré responsable. Si les digo que se vayan y los matan en su auto, seré responsable. Así que les comento lo peligroso que se ha vuelto Líbano y les digo que es su decisión. Pero siento mucha pena por ellos. Muchos han sido refugiados cuatro veces en 24 años. Hoy me llama una mujer libanesa que tiene también la ciudadanía iraní; uno de sus hijos tiene pasaporte estadunidense y otro sólo pasaporte libanés. Su situación es desesperada. Le sugiero que viaje a las montañas cristianas de los alrededores de Faraya y trate de encontrar un chalet. Allí estará segura. Eso espero.
Regreso de Kfar Chim, donde el pedazo de un misil israelí o del ala de un avión acaba de arrancar parte de la cabeza al conductor de un auto. Su aspecto es trágico; la cabeza cuelga hacia delante en el asiento, como si mirara toda la sangre que mana de su cuerpo al piso. Abed se pone nervioso porque paso demasiado tiempo en el lugar: los israelíes siempre regresan. "Habibi, tardó demasiado. ¡Nunca vuelva a quedarse tanto tiempo!" Tiene razón. Los israelíes regresan y bombardean al ejército libanés.
Ahora la mortificada es Fidele, mi sirvienta. Le parece muy peligroso ir del distrito cristiano de Beirut a mi casa porque los israelíes volaron la punta del faro local, a 400 metros de mi puerta. Fidele viene de Togo y prepara unas pizzas deliciosas (le recomiendo a cualquiera su pizza togolesa), así que envío a Abed para que vaya por ella y la traiga una hora a casa. Ella pone en la lavadora mi ropa sucia, y cinco minutos después se va la luz y tenemos que sacarla toda para volver a tratar mañana.
Martes 18 de julio. A las 3:45 de la mañana, me despierto al oír el tráfago de orugas de tanque y el gran motor de un vehículo militar que avanza en la oscuridad. Bajo para descubrir que el ejército libanés ha apostado un transporte de personal de fabricación estadunidense en el estacionamiento de enfrente. Lo han colocado estratégicamente bajo unas palmeras, como si con eso no pudiera verlo un avión israelí. No me gusta la idea, ni tampoco a mi casero, Mustafá, que vive en el piso de abajo. El ejército libanés es ahora un blanco ocasional de los israelíes y este pequeño monstruo tiene todo el aspecto de una palmera disfrazada de tanque. Por la mañana llamo a un general que es amigo mío, y operaciones del ejército me devuelve la llamada para verificar la ubicación. Pasa una hora antes de que encuentren el estacionamiento en sus mapas. Luego recibo otra llamada para decirme que la unidad está frente a mi casa para evitar que Hezbollah use el estacionamiento para lanzar otro misil a un barco israelí. Poco más allá en mi calle está la Escuela de la Comunidad Estadunidense. El ejército libanés nos protege.
Llega el primer barco de guerra francés para recoger ciudadanos de su país que huyen de Líbano. Pasa con orgullo frente a mi balcón. Muchos navíos franceses llevan el nombre de grandes jefes militares, y esta fragata antisubmarinos en particular se llama Jean-de-Vienne. Me meto a consultar mi pequeña biblioteca de historia de Francia. Resulta que Jean-de-Vienne era un almirante del siglo XIV que invadió la población de Rye, en Sussex, y la isla de Wight, y que murió -oh, cielos- combatiendo a los turcos musulmanes en las cruzadas. Un barco apropiado para comenzar la evacuación francesa del antiguo puerto cruzado de Beirut.
Miércoles 19 de julio. Ahora que los israelíes están destruyendo edificios enteros de departamentos en los suburbios chiítas del sur -existe una permanente sombrilla de humo sobre la costa, que se adentra en el Mediterráneo-, decenas de miles de musulmanes chiítas han llegado a buscar refugio en la parte ilesa de Beirut, en los parques y escuelas y al lado del mar. Caminan frente a mi casa de un lado para otro; las mujeres llevan chador y sus barbados maridos y hermanos miran en silencio al mar, mientras los niños juegan felices alrededor de las palmeras. Hablan con rabia de Israel, pero optan por no comentar el profundo cinismo del Hezbollah chiíta, que provocó la brutalidad israelí al capturar dos soldados. Además de Hezbollah, los israelíes dirigen ahora sus ataques a fábricas de alimentos, camiones y autobuses -sin mencionar 46 puentes- y los recolectores de basura se muestran renuentes a recoger bolsas de desperdicios que se acumulan por las noches, por miedo de que su camión sea confundido con un lanzador de misiles. Así que esta mañana nadie recoge la basura.
Los periódicos locales están llenos de fotografías que jamás se verán en las páginas de un diario británico: bebés decapitados y mujeres sin piernas o brazos, o ancianos despedazados. Las incursiones aéreas israelíes son promiscuas -cuando se ven los resultados como los hemos visto con nuestros propios ojos- y obscenas. Sin duda las víctimas igualmente inocentes de Hezbollah en Israel tienen el mismo aspecto, pero la matanza en Líbano es de una magnitud mucho más terrible. Los libaneses contemplan estas imágenes y las ven en televisión -como el resto del mundo árabe- y me pregunto cuántos se ven inducidos a pensar en otro 11/S o 7/J o cualquiera que sea la próxima fecha.
¿Qué hace la guerra a esta gente? Más tarde platico con una periodista austriaca y le pregunto distraídamente a qué se dedica su papá. "A beber", dice. ¿Por qué? "Porque a su padre lo mataron en Stalingrado".
Cruzo la calle para llevar té a los soldados que están en el estacionamiento. Todos son musulmanes chiítas de Baalbek. Jamás abrirán fuego contra una tripulación de misiles de Hezbollah. Luego vuelvo a casa de otra visita a los suburbios del sur y descubro que se han ido junto con su monstruo. La primera buena noticia del día.
El ministro de Finanzas realiza hoy una conferencia de prensa para hablar de los miles de millones de dólares en daños que causan en Líbano los ataques aéreos israelíes. "Hemos recibido promesas de ayuda de Arabia Saudita, Kuwait y Qatar", anuncia con orgullo. "¿Y de Irán y Siria?", pregunta el periodista de la radio, citando a los dos principales patrocinadores de Hezbollah en el mundo árabe. "Nada", responde el ministro en forma cortante.
Jueves 20 de julio. Mal día en cuanto a mensajes. Llamadas de Estados Unidos para decirme que soy un antisemita por criticar a Israel. Aquí vamos de nuevo. Llamar antisemitas a personas decentes pronto volverá respetable el antisemitismo, les digo a quienes hablan, y les pido que digan a la fuerza aérea israelí que deje de matar civiles. Luego un fax de un amigo judío en California me dice que un tipo llamado Lee Kaplan -"columnista del Noticiero Nacional de Israel", sea eso lo que sea- me ha condenado por desarrollar "una carrera altamente lucrativa de orador entre antisemitas". A diferencia de Benjamin Netanyahu y muchos otros que me vienen a la mente, jamás he cobrado por dar conferencias -jamás-, pero tachar de antisemitas a los miles de estadunidenses ordinarios que me escuchan es escandaloso.
Otro fax proviene del editor de la próxima edición en rústica de mi libro, quien se disculpa por molestarme en un "momento tan difícil (sic)", pero promete enviarme pruebas de imprenta por DHL, que aún funciona en Beirut. Voy al centro para confirmar con la empresa de mensajería. Sí, me dice el dependiente, los paquetes con destino a Líbano se envían a Jordania y de allí en camión vía Damasco a Beirut. En camión, me digo. Cielos.
Viernes 21 de julio. Los israelíes acaban de bombardear la prisión de Khiam. Un blanco interesante, porque es la cárcel en la cual la antigua milicia aliada de Israel, el Ejército del Sur de Líbano, solía torturar a los prisioneros atándoles electrodos al pene y a las mujeres electrocutándoles los senos. Cuando el ejército israelí se retiró, en 2000, Hezbollah convirtió la prisión en museo. Ahora la evidencia de la crueldad del ESL se ha borrado. Otro blanco "terrorista".
La energía eléctrica vuelve a mi casa a las 11 de la noche y observo al cónsul general israelí, Arye Mekel, declarar a la BBC que Israel "hace un favor a Líbano" al bombardear a Hezbollah, e insiste en que "la mayoría de los libaneses aprecian lo que hacemos". Ahora entiendo. Los libaneses deben dar gracias a los israelíes por destruir sus vidas y su infraestructura. Deben agradecer todos los ataques aéreos y los niños muertos. Es como si Hezbollah dijera que los israelíes deben sentirse agradecidos con él por atacar al sionismo. ¿Hasta dónde puede llegar el autoengaño?
Sábado 22 de julio. Tomo café en el jardín de mi casero mientras él sube con una escalera a la higuera para bajarme un platón de fruta. "Nos da higos todos los días", dice. "Nos sentamos a su sombra en la tarde y con la brisa del mar es como aire acondicionado." Contemplo su pequeño paraíso de macetas y doy sorbos a mi café árabe servido en una tacita azul. Observamos los buques de guerra deslizarse hacia el puerto de Beirut. "¿Qué pasará cuando todos los extranjeros se hayan ido?", pregunta. Eso es lo que todos nos preguntamos. Lo averiguaremos la próxima semana.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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